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Perfil

Elon Musk | Crónicas marcianas

Un perfil del empresario tecnológico más influyente del siglo XXI (y ahora funcionario de Trump) del que se habla todos los días en la Argentina de Milei

 |  Miguel Roig  |  Iceberg


Si este mundo te parece malo, deberías ver algunos de los otros.

Philip K. Dick


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A pesar del enorme talento para contar la saga de los Corleone o la megalómana aventura de Metrópolis, puede que Francis Ford Coppola no sea el artista indicado para recrear la vida de Elon Musk. Tal vez Orson Welles fuera un perfil más adecuado como lo demostró en Ciudadano Kane. La figura del magnate Charles Foster Kane, a quien, además, Welles encarna, está muy cerca de la épica de Elon Musk.

Es más, Rosebud, el enigma que recorre toda la película y encierra una de las claves de Kane, que al final resulta ser el trineo de su infancia es el correlato de la Guía del autoestopista galáctico, un libro de ciencia ficción de Douglas Adams que acompaña a Musk desde la pubertad y es, posiblemente, una de las claves de su compleja personalidad.

Automovil Tesla lanzado al espacio por Elon Musk. Fuente: Space X

El libro narra las aventuras de un ser humano que salva su vida cuando un alienígena lo rescata con su nave minutos antes de que la Tierra sea destruida. Empieza así a explorar la galaxia y a buscar la gran pregunta de la vida hasta que un superordenador ofrece una explicación y advierte el motivo por el cual se ha demorado: el problema de ustedes es que nunca han hecho bien la pregunta.

Musk dice que esta historia le resolvió la crisis existencial de su adolescencia y le enseñó a buscar preguntas antes que respuestas. Sin embargo, ese relato de iniciación lo llevará más lejos. Tanto como su pulsión desbordada sea capaz de impulsarlo. Como se está viendo a diario y que no es precisamente poco.

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¿Cuántas versiones hay de Elon Musk? ¿Cuál lo define? Como en Twin Peaks, podríamos decir que el búho no es lo que parece.

En una entrevista hecha por Rolling Stone pocos años atrás, encontramos a un ambientalista, un humanista volcado a la defensa de las buenas condiciones en las que, a su buen juicio, debería vivir la humanidad en el futuro y eso le ha llevado a crear un coche eléctrico e impulsar la carrera espacial. Sin embargo, si consultamos un tuit que subió a la red social X el 20 de febrero pasado, nos topamos con alguien que rompe el Estado como si Washington fuera una app, según apuntó el Financial Times, o que, fuera de sí, llama asesino al presidente ucranio Volodímir Zelenski​. Su péndulo ideológico y emocional oscila de manera permanente y cuesta cerrar un solo retrato.

El mejor modo de aproximarse tal vez sea desde la base de la pirámide de su personalidad con el fin, puede que incierto, de alcanzar una síntesis. La tarea no es sencilla y a priori parece conducir no a una definición sino a una suerte de aleph desde el cual observar toda la constelación Musk sin la certeza de poder construir un sentido para comprenderlo.

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El abuelo materno de Musk, Joshua Haldeman, era un fundamentalista y antisemita canadiense que militó en un movimiento llamado Tecnocracia, cuya idea fuerza era sustituir a los políticos por tecnócratas. ¿Es un eco que alcanza a Elon desde el pasado familiar?

Cuando llegó a la conclusión de que el Gobierno usurpaba la vida a los ciudadanos, el abuelo Haldeman emigró en 1950 con su mujer y sus cuatro hijos a la Sudáfrica que estaba bajo el régimen de apartheid blanco, donde parecían estar mucho más cómodos que sometidos a los derechos civiles que rigen la vida en Canadá.

El abuelo de Elon Mus: Joshua Haldeman y familia en 1955. Fuente: NY Times

El hobby del viejo Haldeman eran los aviones. Volaba desde Pretoria a Noruega e incluso llegó a pilotar un avión monomotor desde África a Australia. Perdió la vida enseñando a volar a una persona al chocar el avión con un cable de alta tensión. Elon tenía entonces tres años y cuando recuerda el accidente comenta, indolente: “Él sabía que las aventuras auténticas entrañan riesgos: el riesgo le daba energía”. Lo dice alguien cuyo único objetivo vital al que entrega toda su energía –aunque parezca que se dispersa fabricando coches o desmantelando el Estado norteamericano– es llegar a Marte.

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El padre de Musk, Errol, es ingeniero además de empresario fracasado y también un fundamentalista que lanzaba en Facebook teorías conspiratoria sobre la COVID y, además, aún hoy, una pesadilla constante para Elon. Una experiencia que recuerda de su infancia la sitúa en un campamento de supervivencia en la naturaleza al que le envió el padre cuando tenía doce años, donde les daban a los niños una pequeña ración de comida y agua. Cuando se acababan los víveres había que pelear para conseguir más. Elon recibió dos palizas que no olvida y regresó con cinco kilos menos. En otro episodio, en el colegio, sus compañeros le agredieron moliéndolo a palos y patadas en la cabeza al punto que le practicaron cirugía correctiva en el rostro durante años. Su padre, entonces, se puso del lado de los agresores.

Cuando memora estos episodios, entre otros muchos, se limita a comentar: “Me modeló la adversidad. Mi umbral de dolor llegó a ser muy alto”.

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Elon Musk cuenta que le costó mucho interpretar los códigos sociales y que, cuando encontró su sentido, no fue por la vía emocional sino a través del estudio. Lo dice con frialdad: “Yo interpretaba literalmente lo que decía la gente y fue sólo leyendo libros como comencé a aprender aquello que las personas comunican en realidad”.

Elon Musk no es un ilustrado ya que serlo implica un proceso por el cual la información se cataliza, además de por vía del intelecto, a través de la sensibilidad. Es la única manera en la que se puede construir sentido a partir de obras de difícil acceso como, por ejemplo, un poema de John Ashbery o un cuadro de Mark Rothko. A esto es lo que llama Beatriz Sarlo “no entender”.

Musk se mueve en una suerte de esfera parahumana en la que todo se explica y resuelve a través de la ingeniería, la física y la codificación: no hay espacio a la emotividad. En este campo ha alcanzado tales cotas que es muy difícil llegar. Su nivel cognitivo le permite resolver problemas sobre la marcha, forzando al límite la resistencia de sus colaboradores, como lo demostró con el cuarto intento exitoso del lanzamiento del cohete Falcon 1 después de tres pruebas fallidas en Kwaj, una isla perdida en el Pacífico. En cada cohete a Elon Musk le va la vida. La vida entera.

Falcon 1, Space X. Fuente: Military Wiki

Gwynne Shotwell, vicepresidenta de Space X, la empresa de aeronavegación espacial de Musk, es una de las pocas personas que ha entendido su funcionamiento mental y por eso lleva casi dos décadas trabajando con él. Todo un récord. Nadie, salvo su madre y su hermano Kimbal, ha conseguido permanecer tanto tiempo a su lado.

“Las personas como Elon, con asperger, no captan los códigos sociales ni piensan espontáneamente en el impacto de lo que dicen otras personas. Elon comprende muy bien las personalidades, pero como un objeto de estudio, no como una emoción”, dice Shotwell.

No solo el síndrome de Asperger forma parte del cuadro clínico de Musk. Reconoce que, además, es bipolar, y el modo en que dice gestionarlo es bastante heterodoxo: “Aguantar el dolor y asegurarse de que de verdad pones cuidado en lo que estás haciendo”. Nunca se sabe en qué fase del dolor, siempre presente, se encuentra cuando le vemos en escena. Nunca cuál es la sintonía psíquica al hacer una aparición pública.

Al anunciar el más feroz recorte del Estado de recursos humanos y económicos de la historia de los Estados Unidos junto con el presidente Trump, en el Despacho Oval, llevó a su hijo X (llamado así como su banco digital, su compañía espacial y el nombre que le dio a Twitter cuando la compró). X es un pequeño niño de cuatro años que solo se dedicó a jugar con su padre e incordiar a Trump mientras comparecían ante los periodistas. Los analistas le reprocharon que usara a su hijo para distraer la atención del dramatismo de los anuncios. Lo más probable es que no haya sido así. No se puede buscar sentido desde la lógica a quien solo maneja la suya. Para Musk las cosas son como las evalúa su radar de complejidad y quienes le escuchan no representan para él un problema. Al contrario que Brecht no recurre al distanciamiento para esclarecer: está distante y cuanto más lejos, más seguro se siente de estremecer a sus interlocutores.

Elon Musk, X y Donald Trump en la oficina Oval. Fuente: Getty

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El 28 de junio de 2018, cuando Musk cumplió cuarenta y siete años, Tesla debía alcanzar en solo dos días las cinco mil unidades semanales en su cadena de producción. Musk, en la fábrica, se olvidó de su cumpleaños y se involucró al punto de ponerse a supervisar el ciclo que no parecía responder al objetivo que se habían propuesto. A media tarde un socio trajo una torta para una celebración rápida y como no había cubiertos la comieron con las manos. Ya de madrugada se recostó un rato en un sofá de las oficinas para monitorear el lanzamiento de un cohete de Space X, su otra compañía, en Cabo Cañaveral. El 30 de junio, con apenas algunas horas de sueño encima, cuando ya se convenció que lo conseguiría, voló a España para asistir a la boda de su hermano Kimbal. En la madrugada del día siguiente, contra todo pronóstico, salía de la fábrica un Model 3 de Tesla color negro con una banda sobre el parabrisas en la que se leía “5.000”.

A nadie extraña que Musk, acostumbrado a pasar días insomnes para conseguir sus objetivos, haya rechazado dormir en una suite de un hotel de lujo o una residencia del Gobierno en su nuevo rol como funcionario de Trump para disolver parte del Estado. Se ha hecho poner una cama junto a su despacho y allí pernocta unas horas cuando interrumpe su labor de demolición al frente de su joven equipo. El hombre que ha puesto en órbita cohetes propios y coches eléctricos que circulan por todo el mundo, considerado por Forbes como el hombre más rico del planeta, prácticamente no duerme. Tampoco le importa.

Ahora su meta es desmontar la burocracia del Estado: no hay democracia si el presidente no tiene libertad, afirma. Musk crea sus propias reglas, ahora como libertario. La legislación, la separación de poderes y, en un extremo, llegado el caso, la propia Constitución, para él no son más que simples requisitos que hay que poner en cuestión. Por esa razón siempre estuvo en crisis con la NASA y trasladó Space X, entre otros motivos, a una isla del Pacífico. “Todos los requisitos deben ser tratados como recomendaciones”, es la instrucción permanente a su equipo. Las únicas leyes inmutables, para Elon Musk, son las establecidas por la física.

Elon Musk y Trump durante la campaña presidencial de USA. Fuente: Bloomberg

Una vez más, se impone su obsesión frente a las pautas marcadas por el contrato social. Él mismo lo expresa con claridad: “Soy obsesivo-compulsivo por naturaleza. Lo importante para mí es ganar, y no de una forma modesta. Dios sabrá por qué; probablemente se trate de algo arraigado en algún perturbador agujero negro psicoanalítico o cortocircuito neuronal”.

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Antes de la pandemia, Musk soñaba con sustituir la industria de combustibles fósiles en energías sostenibles; ganar el espacio, colonizarlo y salvar a la humanidad de la futura amenaza de una inteligencia artificial que un día podría descontrolarse y decidir eliminar a la especia humana.

En una larga entrevista en el 2017 en Rolling Stone dijo: “Si fuéramos una especie multiplanetaria reduciríamos la posibilidad de que un único acontecimiento, provocado por el hombre o una causa natural, acabara con la civilización tal y como la conocemos”.

A partir de la pandemia Musk comenzó a exhibir las proclamas que hoy se materializan en su cargo en la administración Trump y en su apoyo y colaboración directa a todos los partidos de ultraderecha. Desde los impulsores del Brexit en el Reino Unido al partido filonazi Alternativa por Alemania o al español Vox.

La transición de su hija Jenna, quien además abraza ideas de izquierda, también contribuye a la cruzada que emprendió contra lo que él denomina “virus mental woke”.

Quizás el propio Musk ha hecho una transición radical que va desde sus posiciones progresistas del pasado hasta –de momento– el día en el que tomó y erigió con un gesto desafiante la motosierra que le regaló Javier Milei. Tal vez el presidente argentino sueñe en viajar alguna vez en una nave de Musk para estar más cerca del aura de su perro Conan.

Elon Musk y Javier Milei. Fuente: Página/12

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En la oficina de Musk en Space X hay un poster en el que se lee: “Cuando pides un deseo a una estrella fugaz, tus sueños pueden hacerse realidad. A menos que sea un meteorito que se precipita sobre la Tierra y destruya la vida. En ese caso, estás perdido, desees lo que desees. A no ser que desees morir aplastado por un meteorito”.

El fin último de Musk es llegar a Marte antes de que le alcance la muerte: “Voy a colonizar Marte. Mi misión en la vida es convertir a la humanidad en una civilización multiplanetaria”. No deja de repetir este mantra.

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Walter Isaacson, autor de una de las más completas y extensas biografías de Musk, apunta: “Elon Musk desarrolló un aura que, en ocasiones, le da un aire alienígena, como si con su misión a Marte sea un modo de regresar a casa y su deseo de fabricar robots humanoides revelase una búsqueda de parentesco”.

Alguna vez Musk, cuando aún no militaba en el lado oscuro, llegó a decir que sus cohetes no han sido pensados “para que los capitalistas lo utilicen para ir a Marte en una misión de mierda”. Sin embargo, su obsesión con Marte, su particular Rosebud, va más allá de cualquier ideología y solo tiene que ver, todo parece indicar según lo ha ido expresando, con un deseo de abandonar el dolor que le provocan sus semejantes.

Los últimos relatos de Crónicas Marcianas, de Ray Bradbury, están imaginariamente fechados en 2026. En ellos la Tierra se ha convertido en un sitio destruido por las guerras, tal como teme Musk. Pero Marte también se ha quedado sin las colonias y solo hay polvo que pisa algún sobreviviente mientras mira, a la distancia y con nostalgia, nuestro planeta en extinción.

La primera mujer de Musk es la escritora canadiense Justine Musk. Según él mismo reconoce, jamás leyó un libro de ella. Todo indica que uno de los pocos libros de ficción que ha leído es su iniciática Guía del autoestopista galáctico. Quizás alguien debería acercarle las obras de Bradbury. Es un posible camino para entender que la vida no está en otro mundo.